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Sin pasado, con sólo su presente, en mi infancia llegue a pensar que los abuelos nacían viejos. A semejanza de ciertos accesorios decorativos; imprescindibles y si, usualmente apreciados. Igual que la luna presta su luz al sol, me parecía que los abuelos cobraban brillo frente a sus nietos y sin ellos opacos podían deambular sin reparos. El tiempo se encargaría de resolver esa mirada inicial.
Cada cierto tiempo árboles plenos de frutos, acechaban el paso de la calle 24, mi calle. A veces las ciruelas y también las guayas, con sus globitos verdes. En ocasiones, las albarradas funcionaban como escaleras, en otras una pedrada era el uso rudo para alcanzar el fruto prohibido. Tan pronto tocaban suelo, veloces las tomábamos para huir. Luego,
Como les dije anteriormente, en toda esta calle del primer cuadro del pueblo, sólo vivíamos nosotros, y a pesar de que las ruinas del convento Franciscano invadían con su maleza una cuarta parte de la calle, seguía siendo ideal para los juegos que realizábamos con los vecino