Su rostro denotaba tristeza. Más, cuando veía el final de la humanidad que él había creado. Con su mano dio la orden para retirar la bola de cristal que mostraba a la tierra. Se sentó en su trono y entre sollozos se puso a recordar cómo empezó todo.
Tenía siete años cuando por primera vez me senté junto a mi padre, Dios. Cada vez que se refugiaba en su aposento, pasaban lunas sin levantarse de su trono. Parecía que dormía demasiado, pues mantenía sus ojos cerrados por prolongado tiempo. Pero no, así filosofaba. Durante su ausencia, me enfocaba en leer los libros sagrados del paraíso.
Cierto día, lo note muy contento al salir de su estado filosófico. Me llamó por mi nombre, raro en él, pues siempre se refería a mí como: el muchacho.
Nos sentamos en la mesa sagrada – lugar donde da los mandatos a sus ángeles y demás sequitos celestiales sobre alguna decisión relevante –. A sus pies, encajado en el piso, un nicho de madera dónde sacó una botella de vino blanco y dos copas de cristal cortado muy fino. Me sirvió una copa y dijo:
–¿Serafín? –Como ya eres una persona adulta, es necesario que te vayas encargando de las cosas del mundo espiritual y del changarro. Lo miro muy desolado, silencioso, le falta color, aroma, sonido…vida.
–Desde hace siglos –como por arte de magia apareció una esférica en sus manos –lo cree, pero no sé qué ponerle. ¡Ah! Y ni cómo llamarle. Término diciéndome.
Casi y me atraganto con la bebida al escuchar cual sería mi tarea: ¡Qué, habría que! ¿Cómo se supone que daré vida a un mundo?
Lo primero y último que se me ocurrió decir. Enseñe mi desconocimiento de cómo administrar el cielo. Sin escuchar más palabras, mi padre se dio la vuelta y abandono el lugar.
Me rasque la cabeza una y otra vez hilvanando algo lógico. Recordé las palabras del abuelo. En algunos ayeres me hablaba sobre algo relacionado a otra vida. Me decía muy bien, que la creación del planeta Tierra –ya hasta el nombre había escogido –haría de mi padre un ente inmarcesible, mirifico, pero también lo volvería taciturno hasta el fin de los siglos.
Había trascurrido quince lunas. De las cuales doce pase encerrado en mi cuarto, observando una y tantas veces las constelaciones. No cabía una hoja de papel bond dentro de mi estancia dispersa, llena de trascritos y miles de racionamientos buscando la creación perfecta. Pero valió la pena tanto desvelo… “logre lo concebible, que un individuo sea libre de tener la voluntad que quiera”.
Cuando termine de esbozar mi creación solo veía las cejas pobladas de mi padre fruncirse en su rostro. Posterior a un breve silencio, me señalo un lugar junto a él.
–¿Y bien, eso tapado es parte de todo? –señalo una figura cubierta con una sábana de frente a él.
–¡Claro! –le respondí seguro de mí mismo – Permítame le presento a quien lo bautice como: El Hombre.
Logré captar su interés. No quitaba la mirada de mis palabras, cuestionaba, debatía lo que no entendía y aplaudía cada rasgo “del hombre”. Pensé que todo iba de lo mejor, hasta que me dejó sin habla.
–De acuerdo en la mayor parte de tu tesis muchacho –enfatizó – ¿Pero? Porque quitarle una costilla para moldearle una pareja? Si, ya le diste: inteligencia, fuerza, lengua, corrupción, y don del convencimiento…¿No son tantas cosas con las que va a lidiar…?
–Bueno padre. Se necesita mucho valor y fuerza de voluntad para luchar en contra de esas dificultades. Llene el planeta tierra con vida como usted quería, lo vera girar en el tercer hilo del paraíso. Sus seres vivos fueron templados por el fuego divino y se harán fuertes cuando sufran.
–¿Y cómo coexistirán, hijo?
–Cuando aprendan a convivir la mujer y el hombre, por más de veinte millones de años…
FIN.
José García.