–¡Ocho, nueve y diez…! –Retiré las manos de la cara y con la mirada fotografié al alrededor comenzando así la búsqueda. Deje las chancletas junto al árbol de zapote para poder ganarles la carrera a los que están escondidos.
La casa de Ximena, tiene zonas amplias para ocultarse. Un gran jardín que parece una alfombra recién lavada y varios plantíos de flores que forman caminos. En uno de esos creí ver a Emilio, justo detrás del pozo.
Hasta ahí llegue, y cuando iba a gritar:
¡1,2,3…¡para Emilio! Que esta tras el…! –se contuvieron las palabras en mi garganta luego de lo que mire.
Los cuatro individuos andaban descubiertos y apoyados junto a la barda de madera mirando a la calle. Me les acerque, pregunte que sucede, María me hacía señas para que me callara. Seguí la vista de los demás y coincidimos en aquel niño de nuestra edad que arrastraba con dificultad un costal. Su esfuerzo término en una choza abandonada. Golpeo con sus nudillos la puerta de ramas y abandono como una saeta el lugar.
–¿Pensé nadie vivía ahí? – Cito Ximena a los demás que seguían la carrera del muchacho.
Mientras platicábamos, asomó de nuevo el aludido. Haciendo la misma escena solo que esta vez, unas casas más delante de la anterior. En seguida, abandonamos la casa de Ximena y seguimos al protagonista. Se dio cuenta, sonrío y con señas hizo que lo siguiéramos.
Avanzamos varias cuadras hasta detenernos en el centro de la plaza principal. Un grupo de personas rodeaban un camión de redilas y entre gritos pedían ayuda. Eran gente con ropa desaliñada, ancianos apoyados en bastón en su mayoría –las pocas mujeres se acompañaban de niños, entre ellos nuestro amigo que Les repartía comida.
A cierta distancia observábamos. Emilio, insistía en ayudar cargando las bolsas de las personas grandes. Israel el menor, comentó que no tiene la fuerza para hacerlo.
¿Claro? –Dijo, María – Si solo comes dulces y papas de bolsa y duermas como oso en invierno – las carcajadas de los demás lo sonrojaron. Recuperaban el aliento cuando lo vieron salir corriendo otra vez. Esta vez cargaba un paquete pequeño, y tomó la esquina contraria del parque. María fue la primera en salir tras él, siguió Emilio… y el resto.
Se detuvo en una casa de láminas de cartón y albarradas chimuelas. Contrastante a las tres paredes de una cabaña derruida llena de ramas resecas. En esta ocasión, no huyo como las otras veces, espero que salga su habitante.
Una anciana apoyada en un tronco reseco y fuerte le abrió. Resguardados tras un gran árbol de Ramón veíamos la escena. La anciana le acariciaba su cabello rizado, y entre sonrisa y sonrisa sus ojos dibujaban un brillo especial. Lo despidió con una bendición.
De reojo el chaval nos veía, hizo un ademan con la cabeza y caminamos juntos. Dimos algunas vueltas antes de perderle de vista.
Preguntando se llega a Roma –comenté –. Así descubrimos que solo giramos en círculo y que nunca nos alejamos de la plaza principal. Nos vio la cara otra vez aquel chamaco. En otro orden de ideas Ximena, sugirió ya volver a casa, pues lo vivido hoy fue diferente y triste.
Con la mirada extraviada caminábamos como robots programados. Cuando cada quien elegía su camino, un grito por detrás nos detuvo en seco. Era de nuevo aquel, vino a nosotros, traía sus manos ocupadas y la misma sonrisa que nos ha pillado.
–¿Hola, chicos, ya se marchan? Aun no acabamos nuestra buena acción—nos dijo en tono bromista –.
Le dio a cada uno una bolsa de regalo con moño y todo. Dentro de ello traía un juguete de madera –los había visto en los pueblos, y vendiéndose en la carretera, toda una obra de arte –. A Ximena le toco un balero, a Israel un trompo, a Emilio un avión que gira su hélice… ¿y, a mí? Una matraca.
–¿Pero, por qué, el regalo? –pregunto María.
Cargamos los juguetes y bajo la cálida brisa que atrae el flamboyán Martin, ya presentado nuestro protagonista comenzó un relato:
“Cuando vivía mi madre Elenita, la acompañaba cada día del niño a regalar los juguetes que con su mano y un cuchillo, trasformaba mi padre. A cambio, la gente le daba que: una bolsa de frijol, arroz, panes, etc…
Ella se negaba aceptarlo, pero era muy querida y no se rehusaba. “Todo el amor vuelve a uno, cuando das de corazón” – esas palabras las repetía constantemente… balbuceaba Martín con tono triste”.
Cuando subió al cielo, mi padre dejó todo. La gente es pobre y me dolía ver a niños de mi edad, pidiendo limosna. Por esta razón y por ese aroma a rosas que empapa el hogar hasta hoy, lo convencí y sacándole arto filo a su cuchillo buscamos los gajos fuertes. Logramos vender un montón de juguetes como los suyos en la carretera.
Ahora mi padre con lo que junta compra algunas cosas y las regala. Yo, se las acerco a las que no pueden caminar y viven solitas. ¿Has de llevarte bastantes regalos por lo que haces? –comento Israel.
–Solo uno. Y es el mejor de todos…
De su sabucán, Martín saco un portaretrato de madera, con adornos calados y la fotografía de su madre, que después de enseñarla la arropó a su pecho emocionado.
A partir de ese día acompañado de su padre, intentamos vender los juguetes en la carretera. Muchos niños confían en nosotros.
JOSE GARCIA
Abril/30/2020.