La dejó con la palabra en la boca. Cuando salió a buscarle ya se había refugiado en su escondite secreto. Aquel pozo ya sin agua no era muy profundo, cuando se secó el abuelo y mi padre lo rellenaron de escombro y piedras. Al bardar quedo detrás y la maleza se encargó de camuflarlo. Junto a Toño– mi mejor amigo — alisamos sus paredes y piso y con retazos de madera levantamos su puerta.
Ahí se repasaba la vida a los siete años, planes futuros, horas de risas y lágrimas por recuerdos…En fin, hasta despedidas.
Cuando abandonaba el recinto y de vuelta a su cómodo cuarto, un vacío lo dejaba inanimado. Pasaba minutos observando el mundo, mismo aire, las mismas estrellas y luces en el horizonte. Cuando descubría su rostro en el reflejo de la ventana, sabía que el tiempo es egoísta—no te deja disfrutar momentos inolvidables – los vuelve retratos colgados en “x” lugar.
Mi madre era de pasar temporadas con los abuelos maternos. Una de los motivos por los que odiaba ir—al lugar – porque a ellos los amó…era su clima frio. Odiaba parecer tamal de tres capaz con tanta ropa encima.
¡Un día lo tenía que cumplir y lo hizo¡
Aquella mañana llena de sol y de cantos de pájaros, sin clases y sin… ¿familia?
Una carta explicando todo y un sobre con unos pesos era la única herencia que dejaron mis padres para subsistir cuarenta días. No sé si era castigo o premio, pero por vez primera en el espejo vi una sonrisa de oreja a oreja.
Al menos el refrigerador estaba lleno. La alacena variada en comestibles para mí y para “Félix”, el gato. Los peces ni que se digan, pero lo que no cuadraba era el tambache de ropa sucia arrinconado. Aunque nunca lo había hecho, era pan comido, la máquina hace la chamba no yo.
Los primeros días comí hasta reventar y sin las advertencias de mi madre. Faltaba apilar trastes sucios para que reboce el fregadero y tiempo de sobra…ja-ja-ja.
A la mitad de los días, parecía que un diluvio caía. La comida congelada alzaba su empaque para pedir mano. Una primera prueba, después de quemarse el horno de microondas de alguna manera se tenía que descongelar.
¿Bueno no supo tan mal?..
Los cajones lucían vacíos de prenda íntima. Luego de descubrir que andan enterrados en la montaña de ropa sucia algo debía hacer.
¿Primero iba el detergente o el suavizante?
Ya hacia bastantes mañanas que no recorría la ciudad. La muda de ropa a medio lavar se arrugó por completo, espero que la plancha no dé toques como la última vez.
Esa noche haciendo un retroceso, valoré los esfuerzos de mamá. El solo estirar las manos y tomar una prenda de vestir limpia y planchada, dispuesta a cualquier hora y oliendo a flores eran cosas que no valoraba. También los platos del desayuno sin lavar o la casa desordenada no debía ser obligación de una sola persona.
Ahora siento las palabras de la abuela cando decía: “si no sabes pegar un botón y planchar una camisa mi hijo…vas a tener que quemarte las pestañas para pagar por ello”.
No se compara la grandeza de sus cosas ante las mías, pero estos cuarenta días sin su sombra, me hicieron mejor chico.
Aunque ahora mi cinturón lo sienta holgado por la dieta forzada.
FIN
JOSE GARCIA.
marzo/2020.