Esa noche las estrellas se podían contar. Era un cielo despejado que se iluminaba cada vez que descendían a la tierra cuerpos celestes. Un espectáculo de la naturaleza único para deleite del ser humano. Aquel amanecer cambiaria muchas cosas.
Jacinto, como todas las mañanas arreaba sus cabras. En el camino se le aclaró la vista sobre una pequeña zona de yerba aplanada y que olía a quemado. Hacia el centro del monte…justo ahí, una cosa que no supo razonar se veía cubierta de humo, niebla y ramas.
Dispersó a sus animalitos, se cubrió con hojas de plátano para camuflarse y cuando acechaba… un ruido extraño parecido al de una charnela sin grasa; abría una compuerta de abajo arriba.
Aquel objeto ya visto con más claridad, se asemejaba a una ostra gigante de donde salió arrastrándose un ente de materia gelatinosa. Se detuvo a unos pasos y del mismo modo que una lagartija atrapa a su presa, un desecho inorgánico regado por ahí lo dirigió al interior de su cuerpo sin dificultad.
Jacinto se rascó la cabeza varias veces tratando de comprender. No sabía leer pero tonto no era. Un sacudón de cabeza lo reintegro de nuevo en la escena. Sus ojos se quedaron saltones cuando vio de píe la mitad de su masa.
De la cintura hasta el suelo colgaba una parte gelatinosa, pero aun así, avanzaba lento. A su paso, todo lo clasificado como basura después de ingerirlo le daba forma terrestre. “No era tonto, ya se dijo…”
Como hoja que arrastra el aire furtivo Jacinto llegó al pueblo. Ya pasaban de las diez de la mañana y en la cantina esperando se abra, seis briagos resguardándose del sol como vampiros, lo vieron llegar.
–¡De verdad, es un ser extraño… no de aquí! –casi atragantándose les dijo.
–¿Bueno si pagas unas copitas para la fatiga te acompañamos? Verdad chicos…
Haciendo bulto y bebiendo llegaron al lugar. Una docena de cabras fue lo único que vieron. El menos mamado del grupo movía su cabeza acompasado mientras se acercaba a una chiva. Tras unos segundos todos se pitorrearon en su rostro. Mientras se iban alejando uno de ellos le gritó…
–¡La leche de cabra daña el cerebro! –Ja,Ja,Ja.
Los meses pasaron en la normalidad. Menos para Jacinto, qué seguía tolerando la burla de aquellos al pasar por la cantina.
Dentro de lo normal resulto anormal tanta limpieza a la entrada del pueblo. Nadie se había percatado en el cielo que los pajarracos negros se exiliaron. En cambio, escuchó murmuro de los chicos bañándose en la aguada:
¡Si, la misma que estaba crecida de basura hace unos meses!
Luego se enteró, que en los edificios derruidos a la salida del pueblo se formaban largas filas de personas a la media noche todos los días.
Cuando llegó a la hora puntual ya una veintena de personas con quinqués y velas…y bolsas de basura en mano esperaban ante la ruina. Unos minutos después todos callaron ante estentórea voz que venía de las alturas. Amontonaron las bolsas y se retiraron atrás de los matorrales. Reconoció al ser que bajó de los pequeños montículos de piedras.
–¡¡Era, él!! — mientras veía su cuerpo bajar se agazapo entre los matorrales.
Media ya como cinco metros de alto y sostenía un cuerpo donde caben cien luchadores de sumo sin dieta. Algo espantoso. Cuando miró la velocidad con la que ingería la basura entendió todo. No era tonto, ya se dijo.
Yucatán dejó de ser la ciudad blanca y limpia. Fue sobrepasada por otras.
Como chisme que corre en el pueblo ya todo el país pedía como huésped a la “Epidemia”, bautizado así por los gobernantes que se ahorraron millones de billetes en camiones recolectores de basura y basureros al aire libre. Todo se volvió el paraíso.
La epidemia comió, comió y creció hasta cubrir todo el planeta con su cuerpo. Pero aun de otro planeta salió defectuoso. Cierto día como volcán en erupción el objeto expulso todo lo que había ingerido y lo expandió en cada rincón del mundo. Todo volvió a la normalidad…
Pero la moraleja no tuvo forma y si fondo. Se produjo un pandemónium de más y más toneladas de basura. Las personas olvidaron hacer conciencia ambiental y toda ganancia se fue en saco roto. Comenzaron de nuevo.
Jacinto, nunca dejó de arrear a sus chivos. A doce meses de todo aquel extraño ser no cambio la costumbre de su pueblo: Las aves carroñeras de plumaje negro y cuello rojizo…volvieron al terruño.
FIN.
JOSE GARCIA.
Febrero/2020.