La noche se despedazaba desde muy temprano. Ausentes las almas no había lugar alguno que contrastara. Los fuertes aires descolgaban por momentos las letras de la única marquesina que desafiaba a la naturaleza. En el interior se podían contar los parroquianos fieles a esos embates. Con la garganta reseca por el viaje accedí al interior.
Me dirigí al último banco de la barra justo frente a la puerta de salida. Una persona no vieja pero desaliñada me sirvió una cerveza sin destapar. Después de diez minutos una rubia de pelo lacio hasta los hombros y de enormes ojos azules se me acercó, dejó un plato con aceitunas y la destapo.
Aquel lugar se veía acogedor. Tenía una pequeña pista donde un trío de rocanroleros hacia cuando menos bulla. En la esquina contraria una Rockola muy arcaica espera turno. Unas mesas de madera con sus sillas plegables era todo el parque de guerra. En la barra una mescolanza de rostros y voces que no dicen nada interesante. Solo la chica se manifestaba real.
Detrás de la barra, cuadros de aviones de la primera guerra mundial enmarcaban el ambiente. En el centro un espejo de ovalo resplandeciente reflejaba un avión biplano a escala de color rojo que como péndulo oscila.
La chica, atareada con un Jean ajustado iba y venía de la cocina a la barra. Mientras el varón, se apresuraba en levantar las botellas vacías de las mesas. ¿No deseo cambiar por décima ocasión el espejo del bar? – en las últimas riñas entre borrachos algunas dieron en el blanco. Les comentaba a los clientes en son de plática.
Mientras disfrutaba mi tercera bebida los ánimos y la embriaguez de unos cuantos subían de tono. Decidí terminarla y retirarme.
Veía como un par de impertinentes jalonea a la chica, cuando el primer envase pasó cerquita de mi cabeza hasta estrellarse en los pies del tabernero. Un golpe se oyó a un costado, otro por detrás, daba inicio una batalla campal. Tomé mi cerveza y me replegué a una esquina neutral.
¡Sí, que tenía ponche el abuelo!.
Dejó a tres bajo la mesa y su rostro lucia decente. Un despistado me quería dejar un recuerdo y con un empujón leve quedo fuera de combate. No debía andar por estos trotes lo juré hace unos meses. Pero odiaba que cualquier mequetrefe le falte el respeto a una dama.
Tomé al primero de greñas exorbitantes haciéndolo a un lado. El siguiente de tirante ajustado lo deposite en una mesa. Después del cuarto que lamió el piso, los demás optaron mejor por pedir otra tanda y poner discos de 45 revoluciones por diez pesos.
Me dirigí a la barra para saldar mi cuenta. La mano suave de la mujer tomó mis dedos y me pidió un segundo para hablar. Accedí sin dudarlo.
Las peleas de borrachos eran constantes en aquel lugar. Su abuelo ya no estaba para esos trotes. Llamó su atención la manera como peleaba y el respeto que me mostraron los parroquianos seguidamente. Ante una beldad como ella quien diría “no”. Pacté quedarme por unos meses. Tendría techo, comida y su presencia muy cerca.
Me hice de una fama sin buscarla. El lugar dejó de estar vacío y los valentones fluían. Me gane el mote del “barón rojo”, por un escapulario que colgaba en mí de ese tinte. El abuelo, me contó brevemente la historia del aquél personaje –ahora entendía por qué me retaban todos. Y, lo concorde con el penúltimo antagonista, quien después de una buena tunda recibida se acercó y dijo: “fue un honor haber caído ante una leyenda”…
Cierta noche la chavala desde su cuarto enfrente del mío me mando un beso. No digo que me disgusto, pero las edades frenaban toda relación y yo, voy de paso. A los cinco meses la hora de elevar anclas. Las peleas disminuyeron y la gente mala parecía haberse mudado del paraíso. En buen número dejé la marca.
Como una ironía de la vida esta me la gane a puro golpe. Pero estos si lo valían, tenían una causa. No como aquellos… que solo buscaban lastimar inocentes para enriquecer los bolsillos de los que nunca dejan de trapichear. Más de uno cayó muerto por mis puños.
La edad no pregunta: ¿ Duele?.
La llegada de otro miembro de la familia hizo las cosas fáciles. No estarían desamparados, de manera que pase a despedirme. Seguía la casa llena y en consecuencia otro ambiente. Los que habían sido mis enemigos se volvieron seguidores, incluso, escribieron palabras en una pared enalteciendo su derrota. Pasé a la historia.
Todo pintaba de mil maravillas.
Pero cierta noche, hizo aparición un personaje de voz ronca a mis espaldas. Buscaba al “el barón rojo”. ¿Pensé? Otro buscando fama.
Sin mirarlo, me solté de mi reloj, mi cartera y los guarde dentro de mi mochila. Con las mangas remangadas troné los dedos y quedé listo. Di un giro y ante mí un ser de casi dos metros, bien ejercitado y con un rostro de extra de cine.
Me di cuenta que no traía puesto mi escapulario. En las más de 30 peleas jamás me lo quite… ¿Bueno, que podría pasar? – me dije sin preocupación—y señalándole la salida lo seguí.
Sus primeros trancazos me abrieron los ojos. Este no es como los anteriores, había que buscarle su punto débil. Una patada en la espinilla le hizo muecas en la cara…
! Ahí, atacaré ¡
Después supe que las “muecas” no eran de dolor, sino de coraje por haberle ensuciado su pantalón. Las miradas de los parroquianos se mostraron incrédulas cuando un hilo de sangre salía de mi nariz. El rostro de la chavala se miraba triste aun sus manos lo oculten. Le hacía un guiño de confianza, cuando la bota del enemigo se tatuó en mi rostro.
Al abrir los ojos un ángel me sostenía el cuerpo y con sus manos cicatrizaba mis heridas. Ella, me contó lo sucedido en la pelea y el tiempo inconsciente. Entramos, el abuelo sostenía mi escapulario. Tomé mi mochila, quedaban pocos parroquianos que ni me pelaron. Antes de partir miré la pared que días antes estaba llena de agradecidas palabras….
Una sola resaltó ante las demás… ¡Valió… el Barón Rojo¡
Con una sonrisa en los labios me fui alejando.
FIN.
Yucatán, México/Septiembre 2019
José García.