Las noches en el desierto son frías y silenciosas. Mi compañero y yo, recién comenzamos el turno y hasta ahora todo lucia tranquilo. Si no fuera por el termo con café y los cigarrillos…
En la oscuridad de un cielo despejado; las luciérnagas y los ojos brillosos de los conejos cubren el entorno. A 5 kilómetros de la frontera con México nada puede distraernos – eso creía – pero los ronquidos de John, decían lo contrario. Salí del vehículo con tal de estirar las piernas y mirar más claro el panorama, cuando un sonido parecido al llanto de un niño me alertó.
Miré al interior de la camioneta, permanecía sumergido aquél en su sueño. Me encaminé decisivo al sitio con mi arma en mano. Cada vez más cerca el sonido era claro, provenía de unos arbustos. A continuación ante mí, una mujer de tez morena, joven, delgada, traía en brazos a una personita de casi cinco años sin aliento que moría de frío.
Cuando llegue a la camioneta mi compañero ya en píe esperaba. En el trayecto a la base los abrigué, a ella le temblaba el habla. La tormenta anunciada comenzó su travesía sin demora.
Se llama Olga, vino de la sierra de Michoacán. Lo que trae puesto y su hijo enfermo era todo. La contactó un “pollero” en la ciudad. Dibujándole mejor vida la convenció irse al otro lado— lo creyó — ,vendió un par de borregos más algunas pertenencias y con eso pago su cuota.
Todo iba bien – siguió narrando la mujer — hasta que cruzamos la frontera. Nos amenazó con su revólver, éramos diez, entre ellos niños. Caminamos sin saber cuánto. La frialdad arreció y busque refugio — fue ahí donde me halló.
Por indicaciones superiores la traslade a un cuarto de aislamiento. La orden era dejarlos ahí sin alimento.
No estaba de acuerdo. La situación del hijo no era halagadora. La voz autoritaria de mi jefe, era denigrante, inhumana. Lo percibí desde que me trasladaron de base y al conocernos.
“Sobre todo, cuando supo de mi origen mexicano. No dejaba pasar la oportunidad para disfrazar con bromas el racismo hacia los de mi estirpe”.
Estaba por realizarse el cambio de turno de la mañana. Me dirigí al cuarto de aislamiento para saber de la mujer inmigrante. Por mi rango convencí al custodio de turno y en interior la mujer tenía la mirada en shock. ¡Su hijo, tenía un semblante cadavérico!
“El médico de guardia dictaminó la muerte del pequeño por sofocación”.
Me senté en cualquier lado—y, me pregunte una y otra vez — ¿Dónde acaba el derecho de las personas? Sentí cargar una gran loza por no haber luchado por el pequeño.
Terminaba de abrochar el último botón de mi camisa, cuando la presencia retadora de mi superior me señalaba con un dedo su oficina. Ahí anduvimos por casi tres horas. Jamás me había sentido fuerte hasta ese instante.
Dos guardias me acompañaron a los separos especiales, quedé en arresto por desobedecer órdenes en papel.
Gracias al médico, que atendió al infortunado ser, la decisión que tomó la autoridad no fue injusta. Por consiguiente dejé el cuerpo de guardias fronterizos, mi equipo…Y mi insignia dorada.
Salí con la mirada buscando perdón en el cielo por algún acto del pasado.
Desde entonces no juzgo, no sentencio, sólo trato de entender, que las oportunidades no están asignadas para unos o para otros. En mi casa de campaña a unos metros de los altos muros, con un pedazo de pan en una mano y un vaso de agua en la otra…espero al hambriento y al sediento. Al de la esperanzadora mirada.
Olga– después de ser deportada– se unió a mí para honrar la memoria de su hijo.
Para terminar: No necesite una insignia, para tener honor…
FIN
Yucatán, México/2019.