Cuando lo volví a mirar ya se había encaramado en el árbol. Parecía tener prisa por llegar a la cima, quizás por el mal tiempo que se mostraba. Con los sacudones de su machete, sus bayas de coloración verde amarillento y rojiza, formaban una alfombra al caer. Poco a poco se fue quedando pelón el árbol de ramón.
Cuando caminaba el abuelo — apoyado con mi padre — hicieron una tirolesa. Gritaba como loco, cada vez que se deslizaba. La abuela, desde la batea con las manos agitadas le vociferaba “dulces palabras”. ¿Y cómo no? – Si sus 12 metros de alto lo hacían un monstro – pero le valía.
Su corteza densa muy escamosa facilitaba escalarlo. En la cuadra unas casas tenían de tres a cuatro árboles y si salías al patio, a la par de las altas veletas se confrontaban. Don Elías, era el que siempre los podaba. Su camión de redilas iba al tope cada tres meses.
“A mis doce años, aun pensaba que los cerdos de engorda por tanta ingesta de Ramón crecían rápido”.
Lo que a veces extrañaba era su gran sombra. Cuando nos juntábamos en casa de Felipe, aplanábamos la tierra para jugar descalzos y después amodorrarnos hasta que nos adormecía su follaje perene y el silencio del viento.
De unos años a la fecha se habla más del Ramón. Cuando en ayeres solo como ornato en plazas lo sembraban. En Izamal, un compadre de él, tenía dos bajadores que se trepaban a los enormes arboles a picar los gajos y luego hacer tercios y llevarlos a los corrales para cuando lleguen sus mulas tengan para ramonear.
La naturaleza es indescriptible. Al regresó del colegio la mesa lucía con aroma y color. Las mujeres de la casa se lucieron, ante nosotros un rico pipián de venado sacando olor, el lec, rebozando de tortillas a mano y sudando de frío un pichel de limonada con su pisca de sal.
¿Dime hijo? ¿Ah que supo la tortilla? Buen sabor.
Me quede mirando a la abuela sorprendido. Y más, cuando me explicó que de los frutos del Ramón, tortearon con masa lo que hoy en la mesa degustaron.
¡Lo desconocía totalmente!
Andaba tan emocionado por las cosas aprendidas, que directo me dirigí a uno de los árboles pelones. ¡Abuelo! ¡Abuelo! …¿Mírame?
¡Ouch!
Me caí tan fuerte que, del golpe, se me escapó de las manos la inocencia y supe que los años no pasan en balde…
FIN.
JOSE GARCÏA.