Y ante el, nada se puede reclamar. Lo que se mira es lo real, claro con dinero todo cambiaría. La manzana de Adán no ha caído, pero ya cuelga. El albo de mi cabello, en sus entradas de vientos gélidos deshoja una a una el pelaje todavía vivo.
En cada marca del rostro está escrito un pasaje silencioso. El olvido, lo único que se renovó. Se fortalece para mirar los pasos desde cualquier ángulo. Ni mil afeitadas alisan la mirada, ni mil porciones humectantes suavizan el pellejo. Tiempo, una sucesión de estados por lo que pasa la materia.
¿Alguien invento los colores para resurgir los girasoles?…
Dejé mi cuarto de guerra y explore las dos mudas de ropas tendidas en la cama. Un conjunto en blanco y otro en azul. Los resortes elásticos disimulan lo holgado de mi masa, las valencianas de los pantalones de pliegues a la cintura esperan a mi saco de grandes solapas y hombreras.
–¡Ah!– Me llenó de asombro mis zapatos resplandecientes–.
Una penúltima mirada al espejo… si, igual que ayer. Los caballeros medievales jamás salían sin su armadura completa. ¡Listo!– faltaba el sombrero de fieltro–. Y, ahora, a raspar la suela en el salón. Cerré la puerta y me dirigí a las escaleras. Los 15 escalones se me hacían feroces dragones echando pestes: había que vencerlos, así que, tomando el poco aire no contaminado y con mi bastón en mano los desafié.
Volví a sentirme vivo.
Verme como siempre, sentirme como siempre. Solo mi vestimenta de “Pachuco” lo lograba. Las miradas de las gentes anormales los sentía como árboles en un bosque solitario, dónde permanecen en píe… ¡Pero muertos!…
¡Yo, no!