LA LUZ DE LA AMISTAD
Era duro para Miguel ver que los demás niños iban a la escuela y él no podía. A sus escasos diez años, ya había sufrido malos tratos y golpizas de su padrastro, quien quedó a cargo de él cuando su madre murió, hacía tres años ya.
Diariamente, Miguel se levantaba tempranito y luego de mal desayunar, agarraba su banquillo y sus materiales para bolear zapatos y se iba a la plaza grande; ahí estaba hasta al medio día para luego dirigirse a su casa en una colonia del sur. Por las tardes, se dedicaba a vender dulces, chicles y cigarros que estaban colocados en un exhibidor de madera que se colgaba del cuello. Su jornada terminaba a las nueve de la noche.
Cuando Miguel no llevaba dinero suficiente a su casa, su padrastro lo golpeaba y le decía que ya estaba harto de él, que era un estorbo y volvía a sumergirse en la bebida, cosa que ya era un vicio que arrastraba hacía ya varios años.
La vida gris de Miguel empezó tomar color cuando conoció a Roberto, un niño invidente que se mudó a su colonia hacía algunos meses. Este niño tenía ocho años y la ceguera se le presentó cuando tenía seis meses. En su momento, los médicos dijeron que posiblemente volvería a ver pero que los estudios y operación costaban mucho y los padres de Roberto no podían pagarlos porque vivían sumidos en la pobreza.
Todas las mañanas, antes de salir a trabajar, Miguel pasaba a la casa de Beto –como le decía de cariño- para saludarle y platicar un rato con él. Beto podía imaginarse cómo era Miguel porque cuando se conocieron, le pidió que éste se describiera: tez morena, ojos cafés, cabello negro azabache, pestañas largas, nariz recta, estatura mediana y aquella cicatriz gruesa en la frente que se ocasionó cuando quiso huir de los golpes de su padrastro y cayó en la orilla de la escarpa. Beto era un chico de piel blanca, cabello ondulado y negro, nariz respingada, cejas tupidas, de estatura pequeña.
En la charla matutina, Beto le pedía a Miguel que le contara cómo era el día, entonces éste comenzaba diciéndole que el sol con su rayos, hacía que el verde de los árboles brillara muy bonito, las mariposas jugaban posándose en las flores; los pajaritos multicolores con su aleteo y trinar parecían decirle a sus polluelos que regresarían más tarde con comida…Le platicaba también sobre sus vecinos, por ejemplo don Pancho, un señor que recogía latas, botellas, cartón y demás cosas para revender, era un señor muy simpático y buena gente, porque le había regalado un balón de futbol que se había encontrado en la basura… así, entre plática y plática, se iban los minutos hasta que Miguel tenía que retirarse para comenzar su día de trabajo.
Miguel y Beto, con el paso del tiempo, afianzaron el sentimiento genuino de una amistad limpia y transparente, como son las almas de los niños.
Un día, en su rutina limpiando zapatos, entabló una amena plática con un señor, quien sin saberlo Miguel, era un famoso cirujano oftalmólogo de un voluntariado internacional. En la charla, el niño le contó parte de su vida y sobre las condiciones de su amigo Beto; además, le confesó que le estaba haciendo trampa a su padrastro al no entregarle completa su ganancia del día, porque ahorraba para que pudieran operar a su amigo. Al escuchar esta historia, el médico se identificó con Miguel y le pidió la dirección de Beto para conocerlo y platicar con sus padres para realizarle unos estudios sin costo. Miguel le dio los datos y le rogó que operara a su amigo porque sin duda eso lo haría muy feliz.
El doctor visitó la humilde casa de Beto y platicó con sus padres explicándoles que los estudios y operación para que el niño recuperara la vista, serían gratuitos. Los papás accedieron y Beto muy pronto estuvo en estos trámites, con la esperanza en el corazón de conocer en persona a su entrañable amigo Miguel.
El día que iban a hacerle el último estudio a Beto, el pequeño Miguel terminó rápido el boleado de zapatos y se encaminó hacia la clínica. Era tanta la prisa y emoción que tenía, que no se fijó al cruzar la calle y un camión lo embistió tirándolo al otro lado de la escarpa, dejándolo gravemente herido. Una señora caritativa lo ayudó y se encargó de llevarlo al hospital más cercano y se quedó con él hasta que el niño estuvo fuera de peligro.
Se acercaba el día de la operación de Beto, quien se había extrañado mucho que Miguel no lo hubiera visitado en el hospital, pero sabía que tenía mucho trabajo y que su padrastro era muy malo, sin duda algún problema fuerte había tenido con éste y le había impedido ir a verlo.
La operación de Beto fue un éxito y a los pocos días después, le retiraron la venda de los ojos. La maravillosa sensación de volver a ver era indescriptible, abrazó a sus padres y juntos lloraron de alegría. En el rincón de aquella habitación, un pequeño de tez morena y cabello negro azabache observaba la escena con una inmensa sonrisa en el rostro y, caminando trabajosamente – porque tenía una pierna enyesada- , avanzó hacia su amigo para fundirse en un abrazo fraterno y esperanzador.
Meses más tarde, por gestiones del médico que operó a Beto, una institución que ayuda a los niños en desamparo localizó a Miguel para ofrecerle un hogar digno y una beca para poder estudiar así como apoyo legal para asegurarle que su padrastro ya nunca más volvería a golpearlo.
La vida es un mar de esperanzas y realidades. Miguel y Beto siguieron con su hermosa amistad que perdura hasta el día de hoy.